Gracias, Miguel Ángel, por esta increíble fotografía de las mismas aguas en las que Martín enseñaba a Gelvira a pescar truchas. En los cimientos del tajamar del centro escondían su amor simbolizado en unas monedas....
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"...
Una tarde nos escapamos al puente romano de
Valimbre a pescar truchas. De cerca y a solas, rodeados de todas las gamas de
colores de la tierra mezclada con los verdes, bajo la cúpula de azul intenso,
descubrí a mi lado su mirada luminosa y penetrante contemplando los cuatro ojos
del puente con sus tres tajamares y cuatro majestuosos arcos. Nos miramos en el
espejo del agua remansada, y me contó la lección que allí mismo le había dado
su maestro:
—En nuestra casa, hace mucho tiempo, vivió
Poncio Pilato —me dijo.
—¿El que mató a Jesucristo? —le contesté
asustado.
—Sí; nació en mi habitación. Y en el patio
jugaba a las tabas.
—Cuando era niño, venía a este puente a pescar
truchas… con Claudia, que era la niña de otro general romano. Igual que tú y yo
ahora…. Aquí se hicieron novios… Pero sobre todo venían a cuidar de su tesoro…
y comprobar que nadie había destruido el puente para robarlo. Debajo de cada
puente hay un tesoro escondido.
—¡¿Un tesoro?!
—Allí, debajo —me señalaba la pila y el
tajamar del centro—, cuando empezaban a construirlo, el padre de Pilato, que
era un caballero, general romano, metió monedas de oro; y en la primera piedra,
debajo del agua, al lado de las cuevas donde duermen las truchas, tiene que
haber un letrero con sus nombres que diga: “ Poncio y Claudia”. Se casaron
cuando también tenían diez años; y después de casarse, ya se fueron a Roma por
allí, por allí, por allí…. —señalaba con el dedo índice cada curva del camino.
—¿Y qué es un general romano? —le pregunté.
—No lo sé; pero era un general romano... Sería
un caballero con un caballo, con un escudo y con una espada, que iría a
defender el Santo Sepulcro…
—¿Y para qué hacía eso? ¿Por qué escondió
monedas?
—Para que volviera de Roma y no se olvidara de
que le pertenecía la casa y el puente y pudiera cobrar un dinero a quien lo
pasara cuando el río viniera crecido.
—Mira —señaló apuntando con el dedo—: todo
aquel teso y estas praderas estaban llenas de soldados para ir a la guerra.
Pero antes habían matado a todos los que aquí vivían.
—¿Eran malos los que vivían aquí?
—Tampoco lo sé… Ni buenos ni malos. Eran
pastores de ovejas... A lo mejor vienen los soldados a matarte un día, por ser
pastor de ovejas.
—Mañana podemos casarnos —el corazón me latió
con fuerza y me sentí valiente por habérselo dicho.
—Yo tengo que ponerme saya nueva —me respondió
sin rubor alguno, con la mayor naturalidad del mundo.
—Mañana, mañana nos casaremos —insistí para
que no se le olvidara.
—Vamos a bañarnos, ¿quieres?
Yo me subí al puente, me desnudé, y, desde uno
de los tajamares, me tiré de cabeza para ver si veía alguna moneda de oro en
los cimientos. Pero sólo vi peces y una culebra que salió nadando hasta el
borde del río, con la cabeza fuera, hasta que se perdió en los juncares. Me
sorprendió que no le diera ni asco ni miedo de la serpiente, siendo así que no
podía soportar la presencia de ratones. Ella había entrado en el río por la
otra orilla nadando hacia donde yo estaba, huyendo de un ratoncito de cría,
totalmente inofensivo; y no la advertí de la culebra por si acaso le tenía
miedo, para que no se asustara. Sin embargo,
me dijo elevando el tono con sorpresa en las pupilas:
—¡Mira qué culebra, con sus ojitos rojos…
preciosos… mira qué saltones los tiene… y transparentes… !
Le dije a voces, intentando que no prestara
atención a la culebrilla:
—No he visto ninguna moneda.
Ella seguía aleccionándome:
—El rey moro destruyó la mitad del puente
hasta que las encontró todas y se las llevó a Granada. Al principio, el puente
tenía siete ojos y sólo quedan cuatro.
—¿Y qué es Granada?
—No lo sé. Será el puente que hizo el rey moro
para esconder el tesoro.
Al día siguiente, por la
tarde, volvimos de nuevo a nuestro paraíso en la pradera con todas las monedas
que entre los dos juntamos. Eran de cobre; no teníamos ninguna de oro como
hubiéramos querido.
Nadé bajo el agua hasta la base del puente.
Las coloqué en el fondo debajo de las piedras más grandes que pude mover. Vi
una trucha inmensa que se metió en la hura, metí la mano y la cogí por las
agallas. Era la trucha más larga que había pescado. Me dio tales coletazos en
el brazo que me dolió varios días. Hicimos fuego, y yo ensarté la trucha en un
palo. Después del banquete, con el pelo mojado, y ella admirando mi valentía
por haber ocultado, a tanta profundidad, las monedas de nuestro amor, nos prometimos
querernos mientras uno de los dos no sacara las monedas.
Me dijo contundente:
—Pero nosotros no somos malos como Pilato. Tú
no vas a matar a nadie en tu vida. ¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
En ese momento sentí que me había enamorado.
Ella me dijo que le diera un beso y así ya
quedábamos casados. Fue la primera vez que yo noté un escalofrío por el espinazo.
Tenía ganas de abrazarla, de achucharla fuertemente, pero no me atreví por
miedo a hacerle daño. Me conformaba con sentarme a su lado y sentir el roce de
su pierna contra la mía.
Antes de volver a casa me dijo que arrancara
dos juncos de la orilla. Le contesté:
—¿Para qué los quieres?
—Te voy a enseñar un secreto de familia.
Con su cara de misterio y sonrisa pícara me
dio un beso antes de salir hacia el pueblo, y me recalcó como si me advirtiera:
—Me dicen que no se lo diga a nadie, que los
secretos de familia, sólo la familia puede saberlos.
Me cogió de la mano y emprendimos una carrera: ..."
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